Eliseo Monteros
Nació
en la ciudad de Córdoba en 1977. Estudió bibliotecología en la Universidad
Nacional de Córdoba y se ha desempeñado en distintas bibliotecas de su ciudad
natal. Desde hace varios años se dedica también a escribir. Entre sus obras
figuran un Diccionario biográfico de
bibliotecarios y bibliotecólogos (2008), los volúmenes de cuentos Antes de volver a empezar (2005) y La última aventura (2014), la novela
corta Viaje de vacaciones (2015) y el
libro de ensayos Un lector agradecido
(2017).
Obtuvo la 5ª. Mención en Narrativa en Certamen Nacional «Arco Iris de Palabras» por el cuento «El hombre que pensaba demasiado» (2002); 3º. Premio (compartido) en la categoría adultos del III Concurso de Microrrelatos «Universos Mínimos», por el microrrelato «La desaparición» (2016).
Mail: eliseo-monteros@hotmail.com
Obtuvo la 5ª. Mención en Narrativa en Certamen Nacional «Arco Iris de Palabras» por el cuento «El hombre que pensaba demasiado» (2002); 3º. Premio (compartido) en la categoría adultos del III Concurso de Microrrelatos «Universos Mínimos», por el microrrelato «La desaparición» (2016).
Mail: eliseo-monteros@hotmail.com
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Del libro La última aventura
Cuentos. Córdoba: Ediciones del
Boulevard, 2014.
Mensajes
Su tía Karina de Santa Fe le envió la
fotografía por correo electrónico. De la imagen original, que sin duda mostraba
a un grupo de compañeros de trabajo, habían seleccionado la parte en la que
aparecía Silvina. Se veía ahí a una mujer de unos veintiocho años, delgada, de
cabello y ojos castaños. Una mirada dulce y una sonrisa sincera completaban el
cuadro; su mano izquierda estaba apoyada sobre el brazo de una compañera y un
chal de tonos suaves cubría su cuello.
Por muy poco apropiado que le
pareciera conocer a alguien de esa forma, a Gastón le agradó, en términos
generales, lo que vio. Y aunque era un tanto extraño escribirle a una persona
de la que sólo conocía una foto y algunas referencias, se dijo que ya estaba
metido en el asunto y que, si no lo hacía, siempre tendría la duda sobre qué
hubiera pasado de haberle escrito. Cinco días después, cuando terminó de
decidirse, le contó que era profesor de literatura y que además escribía,
agregando que últimamente tenía algo descuidada esta actividad —que era una
forma elegante de decir que se encontraba bloqueado—. Le habló además sobre su
segundo libro, publicado algunos meses atrás, y le dijo que esperaba conocer
también algo sobre ella.
Ella respondió también cinco días
después, cuando él empezaba a creer que no respondería. En un tono muy amable
le explicaba que no había podido escribirle antes por falta de tiempo;
trabajaba como psicopedagoga y ese año había empezado además la carrera de
psicología. Lo felicitaba por el libro y le contaba —lo cual le pareció a él
una inesperada muestra de confianza— que había estado pasando por algunos momentos
difíciles, pero que era «cuestión de seguir adelante».
Este comienzo, que podía ser
considerado como auspicioso, despertó en Gastón cierto entusiasmo, aunque le
resultó menos evidente lo que debía escribir en un segundo mensaje. En éste le
dijo que él tampoco había estado pasando precisamente por una gran etapa y, ya
que ella había sido franca con él, trató de darle aliento. Le envió también
algunas fotos.
Por alguna razón, después de aquel
primer contacto transcurrió algo más de una semana sin que se comunicaran y
Gastón se concentró en sus actividades cotidianas. Se encontraba trabajando en
un relato cuando se enteró por su tía de que Silvina se había mostrado
extrañada de que no hubiera vuelto a escribirle: «¡No me escribió más!», había
dicho en tono de reproche. Comenzó así una nueva etapa de comunicación a través
del e-mail. Él se esforzaba en mostrarse tan interesante como se lo permitía su
vida un tanto monótona, pero las respuestas llegaban días después o no
llegaban.
En ese momento apareció —reapareció—
Ingrid, una joven que había conocido tiempo atrás y con la que había tenido
encuentros y desencuentros. Ingrid le había atraído en aquella época por su
gracia y simpatía, aunque siempre se había alejado de ella por razones
misteriosas o injustas. Eso fue también lo que sucedió ahora, porque, cuando
estaba considerando otra vez un acercamiento a Ingrid, recibió un nuevo mensaje
de Silvina. Le decía en él que había leído su libro y que le había parecido muy
bueno.
En otro mail le decía Silvina que,
para las vacaciones de julio, tal vez viajaría con una amiga a otra provincia,
y que si esa provincia era Córdoba podían verse. Pero poco después explicó que
se hallaba enferma, tenía una especie de gripe de la que no podía curarse, y
así fue como empezó a dudar de viajar. Cuando llegaron las vacaciones y Gastón
comprobó que Silvina no se decidía, pensó que podía ser él quien viajara a
Santa Fe. Aunque al comunicárselo no notó demasiado entusiasmo, de todos modos
resolvió hacerlo, creyendo que debía agotar todas las posibilidades.
El final del viaje fue un tanto
accidentado: a las siete de la mañana se pinchó un neumático del ómnibus en el
que viajaba y tuvo que esperar casi dos horas hasta que llegó el vehículo de
reemplazo. Esa misma mañana, ya en casa de su tía, llamó por teléfono a Silvina
y escuchó por primera vez su voz, que le resultó muy distinta de la que había
imaginado, menos dulce y como si fuera de una persona de más edad. Por lo
demás, la conversación fue agradable y, a pesar de que Silvina manifestó que
seguía enferma, quedaron en que ella iría al día siguiente a la casa de su tía.
«¡Sos famoso!», le dijo ella en cierto momento, porque había buscado su nombre
en Internet y había visto algunas páginas que hablaban de los libros que había
publicado. Aunque el calificativo le pareció exagerado, él no creyó oportuno
refutar esa especie de halago.
Al día siguiente Silvina terminó
llegando hacia la hora del almuerzo. La conversación giró en torno al trabajo
en común de Silvina y Karina —eran compañeras— y, cuando terminaron de almorzar,
Gastón y Silvina continuaron charlando algunos minutos, hasta que decidieron
salir a caminar. Como ninguno de los dos conocía la zona, fueron casi en línea
recta hasta una especie de centro comercial y entraron a un café. Allí
continuaron hablando, especialmente sobre algunas cosas que ella ya le 1había
mencionado antes: la repentina muerte de su madre, pocos años atrás; el
alejamiento de una querida amiga, de la que nunca había vuelto a saber; el
fracaso en su último noviazgo, que había terminado porque su novio se había
enamorado de otra mujer.
Gastón intentó darle palabras de
aliento, pero tuvo la sensación de que sus palabras sonaban huecas, como si
ella las escuchara sin que llegaran a su corazón o como si él mismo no sintiera
lo que estaba diciendo. Hablaban de estas cosas cuando ella dijo que se sentía
incómoda porque los empleados no dejaban de observarlos. A esto contribuía
probablemente el hecho de que eran casi los únicos en el café, aunque Gastón,
absorto en la conversación, ni siquiera lo había notado.
«¿Vamos?», dijo ella de repente.
Serían algo más de las cinco de la
tarde de ese límpido día de julio cuando llegaron a la parada del ómnibus que
debía llevarla a su casa. Éste llegó a los pocos minutos y se despidieron
cordialmente, prometiendo continuar comunicándose. Por la noche, sin embargo,
cuando Gastón repasaba los momentos que había vivido con Silvina en ese día, no
podía evitar sentir una persistente intranquilidad, que parecía provenir de la
sensación de que ella le había agradado y de la inseguridad acerca de cuán
interesada estaría ella en él.
Después de su regreso a Córdoba
continuaron comunicándose, generalmente por teléfono, pero muchas veces no la
encontraba. A veces lo atendía su padre, que no parecía estar ni a favor ni en
contra de la relación, y otras su hermano, que se mostraba directamente hostil.
Aún así, cuando la encontraba parecía que las cosas iban bien, porque Silvina
siempre se mostraba amable.
Cierto día él volvió a sugerirle que
podían verse, en este caso durante un fin de semana largo en el que podía
viajar a Santa Fe. Al notar las vacilaciones de ella, Gastón mismo expresó sus
dudas por una relación de ese tipo, a la distancia. Ella se quedó callada y de
inmediato él se dio cuenta de que había cometido un error; luego quiso atenuar
la fuerza de su última frase pero ya no fue posible.
A partir de ese día Silvina se mostró
más distante y Gastón se dijo que lo más conveniente era hablar claramente con
ella. En la primera ocasión que tuvo, le expresó lo que sentía sobre la
relación y la sensación que tenía de que a ella no le interesaba demasiado.
Ella respondió que lo que le había sucedido antes era todavía muy reciente, que
no estaba preparada. Él le preguntó entonces si pensaba que era cuestión de
tiempo, pero ella no quiso asegurarle nada. Pareció claro que Silvina no quería
estar de novia, pero después, por algo que insinuó, fue casi evidente que había
iniciado una relación con otro. También fue evidente que, aunque él insistiera,
ella no cambiaría de opinión.
Con el transcurso de los días llegaron
las inevitables reflexiones, los razonamientos, las justificaciones; también,
las cuestiones que no tenían explicación. De todo ese cúmulo de meditaciones,
lo único que Gastón vio con claridad fue que no debía volver a buscarla más.
Tal vez cambiando de opinión, ella le
escribió en otras dos ocasiones: cierta vez para advertirle sobre un mensaje de
e-mail que se había enviado en forma automática desde su cuenta y que temía que
incluyera un virus y, más adelante, para saludarlo para Navidad. Él respondió
en ambos casos, amablemente pero sin entusiasmo.
Cada tanto recibía alguna noticia de
Silvina de parte de su tía, pero después las noticias empezaron a hacerse menos
frecuentes. Poco a poco fue sumergiéndose en sus actividades, en sus
responsabilidades, hasta que ella no fue más que el recuerdo de un intento más,
de una mera tentativa.
…………………
Del libro Un lector agradecido
Ensayos. Córdoba: Tinta Libre, 2017.
Dos pequeños
enigmas
─¡Qué gran libro podría hacerse, señor Ciro, con lo que
se sabe!
─Otro mucho mayor todavía se haría con lo que no se sabe
─respondió Ciro Smith.
Jules Verne, La isla misteriosa (1874-75)
Si tuviéramos
que hacer una clasificación de los enigmas o misterios culturales —por
llamarlos de alguna forma—, podríamos dividirlos en grandes y pequeños. En la
categoría de grandes enigmas podría colocarse, por ejemplo, el origen de los
gitanos o el modo en que se construyeron las pirámides de Egipto. Hasta donde
sé, sobre estos temas existen distintas especulaciones, pero ninguna certeza.[1]
Son misterios tan populares que, por eso mismo, han perdido tal vez cierto
interés.
Por otra parte,
existe cierto tipo de enigmas que surgen principalmente de la lectura, y con
respecto a los cuales bastaría quizá una investigación más o menos minuciosa
para que desaparecieran. Sin embargo, por no ser algo que necesitamos resolver
de forma acuciante, o por simple pereza, muchas veces se mantienen en nuestra
mente en forma de misterios. Recuerdo en este momento dos de esos misterios
menores.
El primero de
ellos surgió hace ya muchos años. Leía un libro de ensayos de Robert L. Stevenson
y, en uno de estos, el autor daba un ejemplo para esclarecer una idea. Decía
Stevenson que se le había preguntado a George Meredith, en su lecho de muerte,
a quién representaba el protagonista de El
egoísta; y que Meredith había respondido: «El egoísta somos todos». Algo me
pareció extraño en esa historia, pero no en la historia en sí, sino porque tuve
la sospecha de un dato anacrónico.
Busqué la fecha
de muerte de Meredith y descubrí, en efecto, que había muerto en 1909, es
decir, quince años después que Stevenson. Entonces, ¿cómo podía hablar
Stevenson de la muerte de Meredith, si su propia muerte había sido anterior?
¿Es que la expresión «lecho de muerte» tenía otra acepción, distinta a la que
se refiere al momento en que fallece una persona? ¿Pensaba Stevenson, al
momento de escribir el ensayo, que su colega había muerto ya?
El segundo
enigma se relaciona con dos pinturas de Leonardo da Vinci. La dama del armiño (1485-90) es un retrato de la joven Cecilia
Gallerani, amante de Ludovico Sforza. Desde un punto de vista compositivo, en
este cuadro se observa una rotación de los volúmenes que establece una
estructura helicoidal. Este recurso está dado por la oposición entre el tronco
y el giro de la cabeza, lo que da al retrato una sensación de movimiento que, a
su vez, parece reforzado por la mirada de la joven hacia un punto lejano.
La Belle Ferronière (1490-95), por su parte, fue el
nombre que se le dio a otra pintura de Leonardo, si bien algunos críticos
niegan al pintor la paternidad de esta obra. Al parecer, el título de la
pintura es incorrecto, ya que la mujer retratada sería en realidad Lucrezia
Crivelli, amante asimismo de Ludovico Sforza. También en este retrato se
observa un efecto rotatorio —aunque menos pronunciado que en La dama del armiño—, determinado por un
suave giro de cabeza y una sugestiva mirada que evita la del espectador.
Hasta aquí no
parece haber ninguna cuestión enigmática, más allá del nombre erróneo de la
segunda pintura. El enigma aparece, sin embargo, cuando volvemos a observar el
retrato titulado La dama del armiño.
Si nos fijamos con detenimiento en el ángulo superior izquierdo, notaremos una
inscripción un poco borrosa en la que puede leerse: "LA BELE FERONIERE.
LEONARD DAWINCI"; es decir, el título que se da comúnmente al otro cuadro.
La grafía es algo distinta a la de los nombres con los que hoy se conoce tanto
a la pintura La Belle Ferronière como
al artista, y es posible que la inscripción haya sido agregada por otra
persona, pero eso no explica por qué lleva el nombre que en teoría le
corresponde a la otra pintura.
Y así termino la
exposición de estas cuestiones. Nunca me tomé el trabajo de intentar
resolverlas, pero por el mismo hecho de ser misterios susceptibles de
resolución, continúan produciéndome cierta curiosidad. Mientras tanto,
mantienen su propio encanto en forma de pequeños enigmas.
……………..
[1]
Posteriormente a la redacción de este ensayo, descubrí en la web varios
artículos en los que se asegura que el misterio de la construcción de las
pirámides ha sido esclarecido. Según científicos de la Universidad de
Ámsterdam, para transportar los bloques se utilizaba una losa a la que se ataba
una cuerda, arrastrándola por zonas en las que se había humedecido la arena
para permitir un mejor deslizamiento. De todos modos, el ejemplo sirve para
ilustrar el texto.
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